Entre las capacidades
inherentes del cuerpo, tenemos lo que llamamos los cinco sentidos: la visión,
el olfato, el gusto, el tacto, la audición y el hablar.
Si hablamos de las capacidades de los miembros del cuerpo, tenemos el poder
tomar las cosas con nuestras manos, el poder masticar los alimentos con nuestra
boca, el poder caminar con nuestros pies, etc., etc.
Pero hay una capacidad que es parte necesaria e imprescindible al cuerpo, que
en ocasiones pasamos por alto y que es, a la vez, de suprema importancia: la
capacidad auto sanativa y curativa de la cual Dios ha provisto al cuerpo. En
este acto intervienen los miembros más adecuados para el caso y la reacción
normal del cuerpo a sanar el daño. Por ejemplo: vamos por la calle, nos damos
una caída y nos quebramos el brazo. Sentimos un dolor muy grande y la otra
mano, automáticamente va a auxiliar el brazo. De ahí en adelante y con la
asistencia adecuada, el cuerpo comienza su labor curativa soldando los huesos
quebrados, auto eliminando el dolor, sintiendo el auxilio de los otros miembros
para la restauración completa y cabal del miembro afectado.
Cuando el cuerpo humano funciona mal y pierde su capacidad inherente de sanidad
de sus miembros afectados, dichos miembros se inutilizan, se empeoran y en
ocasiones se hace necesario extirparlos; de lo contrario, se afecta todo del
cuerpo. El cuerpo no reaccionó correctamente y se perdió el miembro.
Pablo compara a la Iglesia
con el cuerpo humano compuesto por muchos miembros (1 Corintios 12). Desde el
punto de vista espiritual, Dios ha capacitado a la Iglesia para ejercer su
ministerio de restauración cuando algún miembro sufre alguna dolencia o
enfermedad espiritual.
Es ahí, cuando la Iglesia
tiene la oportunidad de ejercer toda su capacidad restauradora y sanadora sobre
los miembros que necesitan la asistencia necesaria para su completa
restauración dentro de la ella. La
Iglesia tiene la obligación de permitir que Cristo ejerza su
influencia sanadora a través de las capacidades de los otros miembros, y los
miembros de la Iglesia
deben colocarse incondicionalmente para ayudar a la restauración dentro de
ella.
Cuando una Iglesia pierde de vista este aspecto de su vocación y no tiene
ministerio para la restauración de sus miembros, algo anda mal en esa Iglesia.
Cuando una Iglesia solo tiene ministerio para los sanos y no provee para la
sanidad del miembro dañado, es porque algo anda mal en esa Iglesia. Cuando el
ministerio de la Iglesia
se convierte en un ministerio de amputación, es porque algo anda mal en esa
Iglesia.
Cuando una Iglesia ejerce el ministerio “luzbélico” de juicio y condena, es
porque algo anda mal en el Iglesia. Cuando la Iglesia Local no da
oportunidad al pecador para su restauración, es porque algo anda mal en esa
Iglesia.
Es más fácil ministrar a los sanos que ministrar a los que están enfermos. Es
más fácil sacarse de encima a “los dolores de cabeza”, que no ejercer un
ministerio efectivo que elimine el dolor sin eliminar la cabeza.
Es bueno que entendamos que a los débiles siempre los tendremos, a los pobres
siempre los tendremos, a los niños siempre los tendremos, a los jóvenes siempre
los tendremos, a los viejos siempre los tendremos y que todos ellos, junto con
los sanos, componen la Iglesia
de Jesucristo.
Le escuché a un predicador decir en cierta oportunidad: “El que no quiera tener
estiércol en la caballeriza, que no tenga caballos”.
Me parece que, una Iglesia sana, donde Cristo está, tiene la capacidad para
“dar buenas nuevas a los pobres, sanar a los quebrantados de corazón, pregonar libertad
a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y
predicar el año agradable al Señor”.
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